—50→ —51→
En Luces de Bohemia, el esperpento que Valle Inclán publicó poco después de morir Galdós, uno de los personajes le dice a Max Estrella que los jóvenes piensan imponer su candidatura en la Academia Española; a lo que otro escritor modernista, Dorio de Gadex, añade: «Precisamente ahora está vacante el sillón de don Benito el Garbancero».
De haber conocido Galdós este calificativo, es posible que le hubiera molestado; pero la verdad es que pudo aceptarlo, y hasta con cierta complacencia, a pesar de su intención literaria denigrante.
El garbanzo es la base del cocido, y el cocido ha sido hasta nuestros días el tradicional alimento no sólo del pueblo bajo sino de la clase media madrileña, a la que pertenecen la mayoría de los personajes que pueblan el mundo novelesco de Galdós. Hasta un filósofo como el amigo Manso gusta del cocido, no obstante la nota de vulgaridad, tan poco especulativa o metafísica, que parece inherente a dicho producto culinario.
Si José Joaquín de Mora escribió una oda burlesca culpando al garbanzo de los numerosos males que aquejaban a los españoles, Galdós pudo haber salido en su defensa, al menos por ser el alimento cotidiano de la clase social española a que él pertenecía, y con la cual se identificaba.
En uno de los Episodios nacionales de la segunda serie, Los Apostólicos, Galdós nos presenta así la figura de don Benigno Cordero, comerciante madrileño:
Entre otras cosas, el pasaje anterior, escrito en 1879, ofrece un contraste singular no ya con la actitud antiburguesa de la novelística francesa coetánea, sino, dentro de la literatura española, con la de los escritores de la generación siguiente, la del 98. —52→ Todos los cuales pertenecían a la misma clase social que Galdós, clase identificada por él, más o menos justificadamente, con la burguesía.
Para Unamuno la clase media pintada por Galdós en su obra literaria no pasa de ser un «sainete grotesco». Y Baroja, que llegó a ejercer por un momento la actividad comercial, arremete así contra sus compañeros de oficio en El árbol de la ciencia: «¡Qué admirable lugar común para que los obispos y generales cobren su sueldo y los comerciantes puedan vender impunemente bacalao podrido». Sabido es que para Ortega el comerciante constituye el tipo más despreciable de vida humana.
Galdós no es tan sólo el más cabal exponente literario de la clase media de su tiempo por haber centrado en ella la casi totalidad de su obra novelística. Lo es también porque escribe para ella. De ahí su estilo «agarbanzado» que la estetizante generación del 98 no le perdonará.
No rehuye Galdós el personaje mediocre, ni podía rehuirlo, dada su intención literaria. Como es sabido, el propósito de los Episodios nacionales (por lo menos de las dos primeras series) es hacer la historia del español corriente y moliente, de Fulano y Mengano, vulgar a veces, poco inteligente si se quiere, pero con virtudes superiores a las intelectuales (que por otra parte no son, para Galdós, las que más importan).
Si ese español medio constituye la figura más reiterada -si no la más importante- de su novela histórica, a tono con él tendrá que estar la expresión literaria, ya que, según el propio Galdós, visión y estilo están en relación de íntima dependencia. Pero, además, Galdós escribe para aleccionamiento del lector, y ese lector no es otro que el mismo español de la clase media que aparece con tanta frecuencia en las páginas de los Episodios.
Lo que para el esteticismo posterior rezumaba vulgaridad, para Galdós era en verdad un doble triunfo, como expresión natural del personaje corriente, y expresión adecuada para la finalidad docente que perseguía. Sin que, por su naturalidad, dejara de ser una innovación literaria frente al estilo académico, oratorio y casticista de otros escritores.
Por lo demás, conviene recordar que don Benigno Cordero no es el Mr. Homais de Flaubert ni el don Braulio de Larra. Don Benigno es un lector de Rousseau y un liberal. Ya nos dice Galdós que la clase social a que pertenece nació en Cádiz, y aunque esto no sea del todo exacto, es cierto que burguesía y liberalismo aparecen entonces juntos por primera vez en España.
Mas don Benigno no es simplemente un hombre cuyas ideas políticas le sirven de adorno. El pacífico comerciante se había distinguido combatiendo por la libertad en las calles de Madrid en las jornadas de julio de 1822, y Galdós se complace en destacar su heroísmo en el episodio titulado 7 de Julio.
Una parte del ejército, instigada por el propio rey, intenta apoderarse de la capital y derrocar el sistema constitucional. El gobierno no cuenta apenas con más defensores que la Milicia nacional, formada por gentes diversas del pueblo madrileño, entre las cuales figura don Benigno. Como los demás, se apresta a la lucha, y su acción la describe Galdós en estos términos:
Un poco más y Galdós hubiera hecho de don Benigno un personaje ridículo, grotesco. No lo es porque la ironía galdosiana, heredera legítima de la cervantina, ama a sus criaturas, cuando son nobles, a pesar de sus flaquezas o locuras. El escuálido Rocinante, caricatura de caballo, no empequeñece el esfuerzo quijotesco, ni don Benigno, entrando en combate con movimientos convulsivos de pollo que va a cantar, deja de ser un héroe del liberalismo español.
Todo cuanto se refiere a don Benigno Cordero, cumplido representante de la clase media liberal de su tiempo, corresponde a la segunda serie de los «Episodios nacionales», redactada entre 1875 y 1879.
Si Galdós hubiera interrumpido entonces, como se había propuesto, los Episodios, de esa clase media personificada por el comerciante madrileño no nos habría quedado más que una imagen favorable y optimista. Pero Galdós reanudó los Episodios tardíamente, casi veinte años después de haberlos dado por conclusos, y los continuó hasta —54→ 1912. Y ocurre que en las nuevas series publicadas, sobre todo en las últimas, su visión ha cambiado notablemente.
Desde luego, nada hay de pujante en la clase media de principios de la Restauración, es decir, de los años en que había redactado Los Episodios mencionados anteriormente. En 1879, cuando escribía Los Apostólicos, la clase media, como hemos visto, ejercía aún según Galdós un poder omnímodo, y como creadora de una nueva España, se imponía vigorosamente a las demás. Ahora, esa misma clase de 1879, vista desde el 1912, se ha convertido en una desmedrada clase de levita y chistera.52
La clase media es también ahora la de la gente cursi. «Sigo creyendo -dice en otro lugar de Cánovas- que la llamada gente cursi es el verdadero estado llano de los tiempos modernos». Otras veces aparece formada por una casta de señoritos. Recuérdese que a don Baldomero Santa Cruz, el activo comerciante de Fortunata y Jacinta, le sucede Juanito Santa Cruz, que ya no es más que un ocioso señorito madrileño.
En la segunda mitad del XIX todo son síntomas de decaimiento. Hasta en lo físico. Lucila Ansúrez, que Galdós hace surgir, o poco menos, como una diosa antigua de entre las ruinas del castillo de Atienza, pertenece a la hermosa y fuerte raza de los Ansúrez, aptos para desenvolverse vigorosamente en las actividades más diversas; pero su hijo, Vicentito Halconero, delicado e imaginativo, nace ya cojo. Incapaz de jugar como los demás niños, se entregará precozmente a los libros.
El burgués medio representativo de esta época es el segundo marido de Lucila, don Ángel Cordero. He aquí cómo lo describe Galdós:
El contraste entre este Cordero de 1867 y el de 1822 es tan acusado que hace olvidar las semejanzas de clase social que pueden unirlos. Don Ángel es una figura desteñida, gris, sin relieve; hasta sus virtudes son pardas, opacas. Sobre don Benigno tiene la ventaja, si así puede llamarse, de una cierta cultura, pero superficial, y que no le sirve para apartarse de sus métodos rutinarios como agricultor.
En el fondo es un lugareño, un paleto, no un ciudadano como don Benigno, que tiene conciencia de sus deberes cívicos y sabe cumplir con ellos, luchando en su defensa, si llega el caso, con las armas en la mano. Mientras el sonriente y bondadoso don Benigno se dispone al sacrificio personal en aras del bien común, don Ángel, apartado de toda contienda política, no atiende más que a la protección de sus propios intereses. Su símbolo es el paraguas: recordemos aquella colección de paraguas de todas clases, que cuidaba con tanto esmero. Quería protegerse, cubrirse, y a ese afán respondía aquel artefacto protector del individualismo egoísta: no mojarse.
Indudablemente el Galdós que escribe en 1907 no es el mismo de treinta años antes. Y si en la distancia que separa al joven del viejo Galdós influyen nuevas ideas, también las nuevas circunstancias históricas en que le tocó vivir dejaron su huella. Muy principalmente la Restauración, incluyendo por supuesto la etapa de la Regencia, que fue al parecer la más decisiva para él.
Lo que ese período de la historia española significó para las generaciones subsiguientes, puede verse en estas palabras de Ortega y Gasset escritas en 1914:
Anticipándose a Ortega, Galdós en Cánovas (1912) caracteriza la política de la Restauración como «una política de inercia, de ficciones y de fórmulas mentirosas». El pensamiento de Cánovas lo cree dirigido a «sofocar la tragedia nacional, conteniendo las energías étnicas dentro de la forma lírica, para que la pobre España viva mansamente hasta que lleguen días más propicios». Y si Unamuno se había referido al «marasmo» nacional, Galdós habla de «la vacuidad histórica que caracterizó aquellas décadas».
Inercia, vacuidad, ficción, todo contribuye a darnos una imagen triste -el «triste país» de Baroja-, silenciosa y aburrida de la vida española: «Un gentío espeso, silencioso y embotado, que a mi parecer personificaba de un modo gráfico el aburrimiento nacional».
—56→Nada, por otra parte, más dramático que este final de los Episodios nacionales, vistos en su conjunto como historia española de casi un siglo: tras largos años de intermitente agitación y guerra vamos a parar a una paz no menos infecunda. Galdós, a principios del siglo XX, acaba exhortando a la revolución en términos que recuerdan curiosamente los de algunos liberales jacobinos de principios del siglo XIX.
En su senectud Galdós coincide, pues, con los entonces jóvenes escritores del 98 o sus epígonos, al condenar la España de la Restauración principalmente por su estancamiento y vacío, por su falta de energía creadora. Pero como sucede en otros casos, la coincidencia es más bien tangencial. En su concepto dinámico, creador, de la vida y de la política, Galdós no recibió, que yo sepa, el menor impulso nietzscheano.
Galdós fue un liberal sin entusiasmo alguno por el parlamento. La oratoria, tan favorecida en su tiempo, le pareció una debilidad española y sobre todo andaluza. (Recuérdese su ambivalente actitud ante Castelar). Incapaz él mismo, como otros grandes escritores, de perorar en público, la facilidad verbal de sus compatriotas la cree síntoma de incapacidad política. Pues para él, en la vida política, como en toda vida fecunda, lo importante es la acción creadora. En vez de palabras, Galdós quería acciones.
Santiago Ibero, el joven que irrumpe en la vida española por los años de la Revolución de septiembre, dice en una ocasión a su amigo Maltrana:
«No quiero libros ni carreras... Mis libros serán la acción. No siento ningún deseo de conocer, sino de hacer». |
Desde los primeros Episodios Galdós fue destacando las figuras de aquellos españoles que de uno u otro modo, movidos por fuerte voluntad de acción, hicieron algo positivo y eficaz. Así, en primer término, el pueblo español en su lucha por el mantenimiento de la nacionalidad frente a Napoleón, ya en su conjunto (Bailén, Zaragoza), ya individualmente (El Empecinado). Luego vienen tanto Espartero como Zumalacárregui y Cabrera, sin que en este punto, y quizá sólo en éste, se deje llevar Galdós por su patente partidismo liberal. Pues unos y otros, no obstante la diversidad de sus propósitos, lograron cumplirlos por igual, gracias a su esfuerzo y capacidad de realización.
A Baroja le reprochó Ortega y Gasset que en las «Memorias de un hombre de acción» hubiera confundido la aventura con la acción propiamente dicha. Si Aviraneta es más bien un aventurero, los personajes que Galdós admira son en cambio verdaderos hombres de acción, lo mismo cuando actúan como guerreros que como políticos. Así por ejemplo Mendizábal, que sin librar una sola batalla campal, lucha políticamente y logra imponer su voluntad convirtiendo sus intenciones e ideas en actos.
En El grande Oriente Galdós nos hace asistir a una reunión de la camarilla constitucional, formada por destacados políticos (Quintana y Martínez de la Rosa entre otros, apenas disimulados bajo nombres ficticios) para tomar medidas urgentes en relación con el propósito atribuido a los comuneros de asaltar la cárcel y matar a Vinuesa. Pero aquellos ilustres personajes no llegan a adoptar ninguna decisión eficaz.
Ahora bien, ese concepto de la vida como acción tiene en Galdós una raíz liberal-burguesa. Si la clase media puede abrirse paso desplazando vigorosamente a aristócratas y religiosos, dos clases económicamente improductivas, fue justamente por su dinamismo y laboriosidad. El burgués medio no es para Galdós un personaje ocioso, sino todo lo contrario, un hombre activo, creador de riqueza.
Lo peor, pues, que podía ocurrirle a esa clase media, independiente y recelosa siempre por otra parte del poder público, era convertirse en una plaga de oficinistas de levita y chistera, al servicio del aparato gubernamental y sustentándose del presupuesto.
No deja de ser chocante (aparte de considerar a esa clase el contingente más numeroso y desdichado de la grey española) que en el momento en que empezaba a adquirir consistencia la burguesía industrial de Cataluña y Vizcaya, Galdós ni siquiera la mencione. Sin duda, ésta es una de las limitaciones de los Episodios nacionales como interpretación novelesca de la historia española en el siglo pasado. Aunque la geografía de los Episodios se extienda a veces por diferentes partes de España, lo cierto es que el ámbito político y social se reduce casi totalmente a Madrid. El madrileñismo de Galdós ofrece cierta semejanza, bien que en plano muy diverso, con el andalucismo de Cánovas, que llega al poder veinte años después del Manifiesto de Manzanares, y trata de estabilizar un régimen político sobre la base de la propiedad rural, sin darse cuenta de que la balanza político-económica que hasta mediados de siglo gravitó hacia Andalucía, empezaba a inclinarse del lado de Cataluña y el Norte.
Es lo más probable que para Galdós no pasara inadvertida la presencia de esa nueva burguesía vasco-catalana, sobre todo al escribir los últimos Episodios, ya entrado el siglo XX, cuando nadie podía ignorarla.
Pero pudo desentenderse de ella y en consecuencia del proletariado industrial, no sólo por ajena a la realidad social del Madrid de entonces, sino también, por la connotación clerical y reaccionaria que la caracterizó desde el principio.
Pues otra de las lacras de la Restauración, a juicio de Galdós, fue su renaciente clericalismo. Aspecto, dicho sea de paso, apenas mencionado en su crítica de la Restauración por los escritores del 98. Y es que la Generación del 98, aunque más decididamente opuesta al catolicismo, y quizás por esta misma razón, es menos anticlerical. El anticlericalismo de Galdós, en cambio, se exacerba a principios de este siglo y se manifiesta notoriamente en los últimos Episodios nacionales. Así, en el cuadro desolado y triste de España que traza en Cánovas, destaca el amargo desengaño anticlerical del autor viendo que los hijos de aquellos supuestos revolucionarios de la clase media de 1868 acabaron luego educándose en colegios religiosos.
Ahora bien, en ese como en otros Episodios, Galdós no comete propiamente un anacronismo. Aprovecha, por decirlo así, una coincidencia. Proyecta sobre el pasado su preocupación presente (el anticlericalismo de la época de Canalejas, uno de cuyos exponentes e iniciadores fue Galdós), pero por otra parte es fiel a la verdad histórica. La invasión de los frailes franceses en la España de Cánovas, a consecuencia de la legislación anticlerical de la República vecina, pudo no tener las proporciones que le atribuye Galdós, pero debió ser un fenómeno nuevo y sorprendente para los españoles, —58→ habituados desde la época de Mendizábal a la ausencia de las órdenes religiosas en la vida cotidiana del país. (Nicolás Estévanez cuenta en sus Memorias que en 1877 estando en París como emigrado político, vio por primera vez en la calle «lo que jamás había visto: un fraile».)
Por todo ello no es de extrañar que en los últimos Episodios, redactados a principios del siglo XX, Galdós vuelva sus ojos a Europa, concretamente a Inglaterra y Francia, donde la burguesía seguía viviendo al menos dentro de la tradición liberal a que debió su existencia, y fiel por consiguiente al principio de la libertad de conciencia, que constituye el fundamento del anticlericalismo galdosiano.
Ningún Episodio más revelador en este respecto que el titulado La de los tristes destinos. Sobre el fondo histórico de la Revolución de Septiembre, Galdós ha urdido una trama novelesca en donde nos da, no su visión juvenil de aquel acontecimiento, del que fue testigo, sino su desilusión posterior. Ahora, en 1907, al cabo de unos cuarenta años, da por fracasada desde el primer momento la revolución por no haber producido la transformación verdaderamente revolucionaria que él sin duda hubiera deseado. Así, Santiago Ibero y Teresa Villaescusa, los protagonistas imaginarios de la novela histórica, no pudiendo unirse libremente sin escándalo, ni vivir de su propio esfuerzo, acabarán por huir de España, la España con honra de la vana retórica revolucionaria, hacia la Europa que les brinda libertad de conciencia y trabajo fecundo. La Europa a que se refiere Galdós es la Europa burguesa y creadora de la Exposición universal de París de 1867, y de la gran «colmena laboriosa» de Londres. En esta ciudad viven y han prosperado españoles que en otros tiempos encontraron allí refugio tras las contiendas políticas de su patria: el relojero Losada, Carreras el «tobaconist». Como vemos, aun en pleno centro del capitalismo británico, lo que Galdós sigue destacando es al comerciante, al pequeño burgués.
La burguesía capitalista, que sigue el famoso lema de Guizot «enriqueceos», no es para Galdós más que la expresión de un «glacial positivismo». Y si admira al banquero Salamanca no es por su riqueza sino por su carácter y espíritu emprendedor de «self-made man», que no quedó por lo demás limitado a las finanzas.
Lo que a Galdós le importa como español deseoso del progreso de su país no es propiamente la producción o distribución de la riqueza, sino el trabajo. De ahí su preocupación por la clase media. Al fin y al cabo -recordemos uno de los pasajes de Cánovas mencionado antes- el obrero vive de su trabajo, o sea que hace algo positivo y creador, mientras que la depauperada clase media se pasa el tiempo esperando el favor oficial, el empleo público, que es la más infecunda de las ocupaciones.
Ya en El Grande Oriente lamenta Galdós que la tendencia democratizante del segundo período liberal (1820-1823) atrajera a la política a gente del pueblo que vivía antes de sus oficios. Lejos de ser esto un bien, como pudiera parecer, lo que ocurrió fue que quienes entraban una vez en la maquinaria gubernamental o representativa, ya no volvían luego al ejercicio de su profesión, en espera de nuevos cargos políticos.
Este mal parasitario es el que vino luego repitiéndose, acrecentado, a lo largo del siglo. Contra él se rebela, en La de los tristes destinos, el joven Santiago Ibero, espíritu independiente y emprendedor, y ese es uno de los motivos que le impulsará a salir de España.
Ibero había sido testigo de los preparativos revolucionarios del 68 en París y Londres, había embarcado con el séquito de Prim rumbo a Cádiz, y había presenciado en esta ciudad la proclamación de la Soberanía Nacional que iba a poner fin al —59→ reinado de Isabel II. Después de la batalla de Alcolea, acompaña en un tren que se dirige a Madrid al influyente «unionista» Tarfe. Y llega el momento en que este caballero le dice:
Santiago y Teresa acabarán por huir hacia la Europa que en vez de empleos burocráticos y prejuicios sociales y religiosos, les brinda trabajo, libertad y tolerancia.
He aquí, una vez más, un Episodio nacional que ofrece la confluencia de una doble visión histórica: de un lado, la revolución de Septiembre de 1868, de otro la España de principios del siglo XX, con sus preocupaciones ideológicas, entre ellas la cuestión religiosa y la europeización.
Un año antes Unamuno había publicado un famoso artículo, en donde contradiciendo lo dicho por él mismo en los ensayos de En torno al casticismo, preconizaba la africanización en vez de la europeización de España. (Africanización, dicho sea entre paréntesis, tan europeísta en el fondo como la de los europeizantes, por cuanto, con incongruencia perfectamente unamuniana, se fundaba en antiguos Padres de la Iglesia de formación romana, y en un moderno poeta inglés protestante).
En aquel debate sobre el valor de lo europeo como fuente de renovación española, Galdós no dejó de intervenir al redactar su novela histórica La de los tristes destinos. Su punto de vista liberal-burgués está muy claro en el siguiente elogio del Ferrocarril del Norte, digresión irónica que tiene cierto parecido con otras de Baroja:
Princeton University